Era lo que más le gustaba de él: Tenía el pelo más suave que había tocado nunca.
Así de simple. Por encima de su brillantez siempre estuvo su pelo.
Porque si de algo sabía era de pelos (una extraña manía heredada).
En verano, cuando el sol le incidía de una determinada forma y sólo en un ángulo concreto, guiñaba el ojo derecho en un involuntario y delicioso gesto que siempre le sacaba una sonrisa. Le hacía parecer tan jóven como cuando se conocieron, hacía ya una vida eterna.
Le resultaba enternecedor la forma dramática y repentina con que se detenía cuando caminaban por la calle y algo en la conversación le sorprendía. Jamás consiguió anticiparse a ese momento; siempre le dejaba un paso y medio por delante.
En general, le gustaba cada gesto que delataba que no era perfecto. Ella siempre odió la perfección. No se la creía.
En algún lugar, alguien hace esta misma descripción con un leve ajuste del tiempo verbal.
La gramática, años después de dejar el colegio, volvía para abofetearle el corazón.
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viernes, 10 de junio de 2011
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