Era la segunda vez que coincidíamos y seguíamos sin poder apartarnos el uno del otro.
Disfrazada de afinidad iba creciendo una intimidad mal disimulada.
Tocarnos hubiese sido la perdición, por lo que guardamos una insuficiente distancia que no nos atrevimos a cruzar salvo con la miradas, que mantenían un discurso paralelo al de las palabras.
Sólo al despedirnos las manos se independizaron de la razón y, en silencio, te acaricié la cara, sin quitarte los ojos de dentro. Tu repetiste el gesto.
No nos besamos como si no hubiese un mañana.
martes, 13 de septiembre de 2011
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