viernes, 27 de agosto de 2010
Equipaje.
Para él los objetos carecían de cualquier valor que no fuese el sentimental.
O sea, estaban dotados de un valor incalculable.
Bastaba con que cualquiera le diésemos una pluma corriente para que esta se convirtiese en el objeto más valioso del mundo, atribuyéndole de inmediato propiedades casi esotéricas.
Lo hacía con cualquier cosa, se emocionaba hasta casi las lágrimas cuando recibía un regalo, por nimio que fuese, y este pasaba a formar parte de su equipaje diario de paseo, mostrándolo con orgullo a la más mínima provocación.
Eso sí, jamás lo utilizaría para no estropearlo, no hubo forma nunca de convencerlo de lo contrario.
Las navidades que recibió el reloj no había hombre más feliz en el mundo que él.
Bromeamos con el hecho de que no iba a conseguir estropearlo aunque no le quitase los ojos de encima lo que le quedaba de vida.
Nunca, a partir de entonces, iba a ningún lado sin su reloj. En cualquier momento aprovechaba para decirnos, exactamente, la hora en que vivíamos. "Es muy sumergible", fanfarroneaba, "100 metros, ni más ni menos!", y le preguntábamos hasta qué profundidad lo había probado, él, que jamás se metió en una piscina, lo que automáticamente le hacía reir. Instintivamente, lo acariciaba entonces con la mano derecha, como queriéndolo proteger de la sorna familiar ante su exagerada emotividad.
¿llegaría a descubrir que las agujas de su reloj brillan en la oscuridad...?
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